Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte —aunque con menos medios para complacer—, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos.
Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.
Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.
La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo:
—Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.
Las dos amigas partieron finalmente.
El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:
—Ya no hay tiempo, señorita —dijo—, me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.
Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.
Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas.
Carolina exclama con terror:
—¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!
Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil.
Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:
—¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
—¿Lo has visto entonces?
—Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
—¡Y qué! ¿Te ha hablado?
—Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.
La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.
Las visitas nocturnas continuaron.
Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.
La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz.
—Admitiré que no se trata de un plagio —dijo ferozmente Carter Esplan—; será el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!
Se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió, después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.
—La culpa es tuya, mi querido salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas ideas están en el aire. La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las inventas?
—Hablas como un burgués, como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura...
—...y por ventura, no exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tonterías! —gruñó Esplan—, pero tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la oscuridad del alma, perpetua e insomne. Quizá lo rechace el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del arte, y yo... yo no soy nada, soy apenas la última de las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con pasos irregulares el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que era médico, veía más hondo. Esplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los centros del habla. ¿Será la morfina? —pensó—. ¿La estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?
Pero Esplan estalló una vez más.
—No me importaría tanto si Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el aserrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear.
—Tomas muy en serio tu vocación —dijo Vincent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo.
Esplan estalló.
—Bueno, bueno —dijo casi a los gritos—, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral, morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar vejigatorios...
—¡Qué estupidez! —contestó Esplan—. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.
Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto cambió un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que...
—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.
—No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo. Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.
La conversación cambió y poco después se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó por la sala, pero luego sintió el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más rápido, y por último con furia. Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito.
Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento.
—¡Es bueno, es bueno! —decía, sonriendo—. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que acabo de escribir; El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco fisurado —dijo—. Debo cuidarme.
Y antes de dormirse pronunció conscientes tonterías. Se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa.
—Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos —dijo.
Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya aún más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la Luz. Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxímetro que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado comatoso.
Dos días más tarde recibió una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero:
—Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté.
Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó. El vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera.
Al día siguiente se encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle la palabra —murmuró—. ¡No me atrevo!
Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan, de la frase brillante, el toque justo de color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la herencia, la exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera de relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y lo hace mejor —repetíase Burford-
Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz deslumbrante de esas páginas magistrales) la fría pasta del bibelot de Burford, éste sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo y siguió su camino pequeño y laborioso.
El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado, de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre. Y en efecto, el desastre se produjo, por fin.
Burford hizo publicar dos relatos, muy superiores a lo que acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese momento había sido territorio exclusivo de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después con sutileza, y llegó a sentirse dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano.
El hecho de que un comentarista señalara la estrecha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por encima de toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la situación. Pero la amarga exactitud de la crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?
Esplan llevaba una vida subracional. Era un maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y escribía planes. Sus relatos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a punto de entregarse a la policía por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el sendero que se había trazado.
—Lo haré, lo haré —murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él.
—Mañana —dijo, pero después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil cerebro.
Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él.
Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun cuando el planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los demás querrían oír esa historia increíble, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno.
—Mañana —dijo por último.
Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y rió, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta! —gritó a su fantasía enloquecida—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa. Entonces le llegó la inmortalidad con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de luces, relámpagos en un cielo rosado, un espantoso trueno. El firmamento se abrió en un blanquísimo resplandor. Vio cosas inimaginables.
Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de su propia sangre. Y el anticipador, aterrorizado, huyó por una callejuela.
A las afueras de Tijuana corría el rumor bastante recurrente de la existencia de una casa en la que habitaba una bruja. Aunque esto causaba un tremendo miedo para multitud de lugareños, no ocurría para nada lo mismo en el caso de infinidad de turistas que querían visitar el lugar.
Una joven guía, ofrecía la opción de conocer el lugar. No obstante, nadie había conseguido verla y los que lo hicieron, nunca más volvieron a ser vistos.
Una pareja estadounidense procedente de Boston, decidió comenzar una ruta por diferentes municipios de México y entre ellos, una de las paradas prácticamente obligatorias, fue la de conocer esta hermosa ciudad.
Cuando la pareja llegó al lugar y se enteró de las noticias que eran contadas en cualesquiera de los bares por los que pasaban, comprendieron que tenían que ver con sus propios ojos aquella casa en la que, al menos aparentemente, habían sucedido extraños sucesos que resultaban inexplicables para la mayoría de científicos.
Emily, era la guía que con gusto acompañaba a los turistas que deseaban conocer la historia verdadera de la casa. De hecho, frecuentemente falseaba datos y añadía los que ella quería, para darle mayor notoriedad de la que ciertamente tenía el lugar. Sin embargo, tenía un horario que cumplir y no le gustaba quedarse por los alrededores al anochecer.
El día que los turistas contactaron con ella, era lluvioso, había una niebla que imposibilitaba ver que sucedía alrededor y ello generaba una sensación bastante siniestra de solo pensar el sitio en el que se encontraban y también, algunas historias que contaban de él.
La mujer que se llamaba Marian, empezó a sentir un gran pánico de solamente recordar algunas de las historias que le habían sido contadas tanto por las gentes del lugar, como por Emily y quiso marcharse del sitio, aunque su esposo la convenció para dar un paseo prometiéndole que no pasaría nada.
Mientras Emily estaba hablando por el celular con un compañero suyo, los turistas se adentraron en el bosque. Llegado un punto, la mujer del turista puso su mano sobre el hombre de su marido y éste la respondió igualmente. Sin embargo, al volverse para abrazarla se dio cuenta que era una mujer de otra época.
Pronto recordó las historias de la bruja y cómo ésta se había llevado a su mujer sin él percatarse. Rompió a llorar pero no brotaron las lágrimas de sus ojos porque no podía, trató de gritar pero le resultaba imposible y andar tampoco podía hacerlo. Entonces, cerró los ojos y aceptó sus circunstancias, había desafiado los consejos que les dieron por curioso y no podía hacer otra cosa.
30 minutos después, era el momento de reunirse de nuevo con los excursionistas, fueron llamados pero no aparecieron para regresar. Con la llegada de la policía al día siguiente, solamente hallaron sus carteras y mochilas.
Esta historia va sobre una niña de 9 años, hija única de padres de gran influencia en la política local; esta niña tenía todo lo que hubiese querido y deseado una niña normal, con buena educación, pero con una soledad incomparable. Sus padres solían salir a fiestas de caridad y reuniones del ámbito político, y la dejaban sola. Todo cambió cuando le compraron un cachorro de raza grande para que cuidase a la niña cuando creciera, pasaron los años y la niña y el perro se volvieron inseparables. Una noche como cualquier otra los padres fueron a despedirse de la niña; el perro, ya acostumbrado a dormir con la niña, se tumbaba bajo de la cama. Los padres se fueron y pronto la niña se sumió en un sueño profundo, aproximadamente a las 2:30 de la madrugada, un fuerte ruido la despertó, eran como rasguños leves y luego más fuertes. Entonces, temerosa, bajó la mano para que el perro la lamiese (era como un código entre ella y el perro) al sentir su lengua en la mano se tranquilizó y durmió otra vez. Cuando se despertó por la mañana descubrió algo espantoso: En el espejo del tocador había algo escrito con letras rojas. Cuando se acercó, vio que era un rastro de sangre que decía así: “NO SÓLO LOS PERROS LAMEN”. Entonces dio un grito de terror al ver a su perro desangrado en el suelo de su habitación. Se dice que cuando los padres la encontraron ella no decía otra cosa más que: “¿Quién me lamió?” y decía el nombre de su perro, se volvió loca y hasta la fecha está en un manicomio y sus padres, tratando de olvidar lo que hallaron en el cuarto y a su hija, se fueron al extranjero. La incógnita más grande es: según los que fueron a investigar al cuarto de la niña, el perro ya estaba muerto, desangrado en el suelo, desde hace horas. ¿Quién le lamió la mano a la niña debajo de la cama
En el kilómetro trescientos dieciséis por la autopista conocida como “ruta 500” hay un viejo álamo que demarca la entrada de la antigua carretera que conduce a uno de los poblados abandonados en el Norte de México y que se conoce con el nombre de “Compuertas”. Los conductores no pueden dejar de sentir escalofríos cuando pasan por ahí.
Cuentan que durante los días más fríos del invierno, la espesa neblina cubre el llano y el aspecto del viejo árbol se vuelve más tétrico. Sus ramas semejan garras que amenazan con alcanzar a los viajeros y sacarlos de la rúa. Hay muchas cruces clavadas alrededor como resultado de los innumerables accidentes que se han presentado en ese tramo carretero a lo largo de los años.
Una de las noches más heladas del año 2010 Jacobo circulaba por la ruta 500 cuando poco antes de llegar al poste 316 su coche empezó a fallar, pensó en frenar pero el horrendo paisaje lo hizo seguir adelante. “A vuelta de rueda” y haciendo alarde de valor y destreza tomó hacia la derecha con rumbo al abandonado pueblo de “compuertas”.
Por espacio de media hora condujo sin parar, con la esperanza de encontrar algún taller mecánico o cuando menos toparse con alguna persona con quien platicar y pasar la noche. Con la neblina a tope y con la visión entorpecida logró ver a lo lejos una luz intensa, viró el auto a la izquierda para seguir aquel destello y se internó en una vereda no menos tétrica que el panorama inicial.
El rayo incandescente emanaba de una antigua Gasolinera olvidada durante la década de los 80’s. Cautelosamente se estacionó bajo el oxidado techo de láminas y descendió del vehículo. Le pareció ver de reojo, una sombra negra que salió prácticamente corriendo cuando puso el primer pie sobre el accidentado pavimento. -Debió ser el viento que arrastró alguna rama- se engañó con la intención de calmarse.
De la oficina principal salía la luminaria sólo que ya de cerca, parecía menos intensa, tocó fuertemente los marcos despintados de la puerta pero nadie contestó al llamado. Decidido a obtener una respuesta forzó una de las hojas de madera y entró al polvoso cuarto.
Ya adentro la luz se tornó rojiza y se percató que se encontraba en una especie de sala de espera. Los latidos de su corazón se aceleraron cuando notó que no se encontraba solo, a su alrededor había gente que miraba fijamente hacia el pequeño cuadro de luz.
-Tome asiento y espere su turno por favor- escuchó que le indicaban a través de una especie de megáfono.
No muy convencido, Jacobo accedió a la ordenanza, la fría lamina metálica del mueble le provocó la sensación horrible de estar descansando en una fría lapida, sin embargo se mantuvo estoico algo en su interior, le decía que estaba a salvo y a punto de salir de ese atolladero.
Durante minutos observó como uno a uno iban caminando “mecánicamente” las personas. Se posicionaban en silencio en el epicentro y el esplendor de aquel “cubo de luz” aumentaba al instante, para después volver a su estado mínimo, pero de los transeúntes no se veía regreso alguno.
De repente sintió una áspera mano tocar su antebrazo, sin voltear escuchó una voz gutural que le preguntaba: – y tú ¿dónde moriste?, ¿sabes la lada que tendrás que marcar para llegar a dónde vas?-. Un escalofrío recorrió su espina dorsal pero aun así logró zafarse de la escuálida extremidad para posteriormente salir en estampida internándose en la brisa que continuaba sumamente espesa.
No supo ni a donde ni por cuánto tiempo corrió, lo importante era ponerse bajo resguardo, cuando se sintió seguro se acurrucó al lado de lo que parecía ser la barda de una construcción y se quedó dormido hasta que los rayos solares lo despertaron.
Al abrir los ojos se percató que estaba en medio de un cementerio o algo parecido, siguió el sonido del ruido constante de neumáticos en movimiento. Ahí estaba la autopista ante sus ojos, sin pensarlo, empezó a hacer señales levantando desesperadamente los brazos.
Un automóvil de modelo antiguo se detuvo y a toda prisa se trepó azotando la puerta como intentando dejar atrás aquella pesadilla. ¡Estaba a salvo!… ¡Vivo!..¡Vaya aventura!.. Balbuceaba mientras el piloto lo observaba como poseído y lo invadía de preguntas que no escuchaba o no entendía y mucho menos podía responder.
No supo en que momento llegó a su casa. Una semana después de aquel espeluznante día, descansando en la sala, escuchó el silbido del cartero que le dejaba correspondencia. Con una taza de café en su mano salió tranquilamente a revisar el buzón y encontró un sobre de color blanco con un extraño remitente: “El más allá”.
Lo abrió ansioso pensando que era tal vez una broma de mal gusto pero quedó “en shock” al ver que dentro del mismo estaba una de las placas de su coche y al reverso aparecía un mensaje en tinta roja que decía: “Su Lada y Número es 01-316-500-20-10”.