Case Studies

El corazón delator - Edgar Allan Poe -cuentos de terror

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¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

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Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

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¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN

La casa vacía de Algernon Blackwood -cuentos de terror

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Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo. 


Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.


Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás.  Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.


Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.


Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado por un motivo muy especial.


Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus propósitos. 


Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el paseo marítimo, en el crepúsculo.


—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las han dejado hasta el lunes!


—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del mar al pueblo.

Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.


—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.


Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en serio.


—Pero no puedes ir sola… —empezó.


—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

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Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo estremecimiento, esta vez más acusado.


—Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo.


—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.


—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?


—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.


A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria.


—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento.


—¿Y el mozo…?


—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.


A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se inquietaba especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía.


—Con una condición —dijo por fin.


—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo inconveniente en escuchar tu condición.


—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado.


—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!


Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente, mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de describir, pero asombrosamente eficaz, como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.


Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían cualquier sobresalto.


Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.


Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales: hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que quedaba en la sombra.


—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a andar por el enlosado en silencio.


A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.


Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había adquirido.

 

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Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el paso, imponente. Pero

ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento.


Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.


Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse.


Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la oscuridad.


Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación.


—Aquí hay alguien —susurró—; le he oído.


—Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de la calle.


—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve repiqueteo.


El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un minuto después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro vacía como palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la improvisada lámpara e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre, a decir verdad; porque no hay morada humana más desolada que la que está vacía de muebles, oscura, muda, abandonada, y ocupada no obstante por un rumor sobre sucesos malvados y violentos.


Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta que daba a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba, estrechándose, en un pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la escalera que bajaba a la cocina. Una ancha escalera desnuda ascendía ante ellos describiendo una curva; estaba toda en sombras salvo un único rodal, en mitad, donde daba la luna que se filtraba por una ventana, creando una mancha luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una tenue luminiscencia arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad. 


La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían dejado hacía una hora. Comprendiendo que estos pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente.


—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.


Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso silencio que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el rostro mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en un susurro, colocándose frente a él:


—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo primero.


Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración.


—¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde…


—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa…


—¿Qué?


—No tienes que dejarme sola ni un instante.


—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición; porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.


—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—. Procuraré…


Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática.

Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión para atacarles.


Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en suspenso, hasta que volvieran a irse, actividades que habían estado desarrollándose en la habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio pareció convertirse en una Presencia maligna que se alzaba para advertirles que desistieran y no se metiesen donde nadie les llamaba; la tensión de los nervios aumentaba por momentos.

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Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir corriendo.


—¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los espacios vacíos y oscuros de abajo.


—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.


Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.


Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba entornada, la empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito penetrante, que en seguida intentó sofocar llevándose la mano a la boca.


Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido. Notó como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo picado. Ante ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.


Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y mortalmente pálido.


Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad vacía.


—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.


Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por los dos.


La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis.


—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.


Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.


En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada: tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.


No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al encajar el pestillo.


—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja, dando media vuelta para bajar otra vez.


De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.


Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular. Probaron a hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de aire ni siquiera para que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían a menos que alguien las empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como una tumba. Era innegable que las habitaciones se hallaban totalmente vacías, y la casa entera en absoluta quietud.


—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la de su tía.


Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!


Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.


No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.

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A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de perder el equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de auténtico, incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino con todas sus fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido de pasos. 


Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo: habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por un instrumento liso y pesado.


Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a su terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se multiplicó por diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo que se sintió agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de fuerza física que acababan de comprobar.


Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso. 


Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.


Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la servidumbre, con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos rajados, y armazones de cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo inclinado, con telarañas aquí y allá, ventanas pequeñas, y paredes mal enyesadas: una región lúgubre y deprimente que se alegraron de poder dejar atrás.


Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.


A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.


Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el resplandor no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo. A continuación extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la espalda pegada a la pared. Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba al rellano; desde su posición dominaba buena parte de la escalera principal que descendía a la oscuridad, así como de la que subía a las habitaciones de los criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el grueso bastón.


La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.

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Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida; sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió un nuevo y terrible significado. 


Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa. 


Cuando trataba de concentrar la atención en esos ruidos, cesaban instantáneamente. Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por menos de pensar que había movimiento en alguna de las regiones inferiores de la casa. El piso donde estaba el salón, cuyas puertas se habían cerrado misteriosamente, parecía demasiado cercano; los ruidos provenían de más lejos. Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas escabullándose, y en la pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían no surgir de parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!


Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en hielo.


Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para morir.


Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de arriba, entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.


Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante —con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil.


Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente cercano al horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de hacía cuarenta años, el rostro inocente y vacío de una niña.


Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar la visión.

Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su aspecto normal.


—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta fue elocuente, viniendo de esta mujer:


—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.


Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase de su lado ni un instante.


—Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento capaz de subir.


Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto. 


Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.


Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era menos dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas, enérgicas medidas.

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Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico, si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y mucho menos por los dos!


Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en cuando contra los muebles.


Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con voz decidida:


—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir también. Es lo acordado.


Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.


Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.


Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.


Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío.

Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor, saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.


Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón revoloteante de ropa.


Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado.

Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.


A continuación reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se alzaba imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún movimiento había agitado el aire.


Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas, llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja. 


Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo, empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.


No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podían sorprender en el tramo superior.
Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del mar.

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